Aquella mañana de niebla en Sibaté, con el frío afilado que mordía las mejillas, llegué al pueblo con mi hija Sofía tomada de la mano. Era una niña curiosa, con los ojos tan grandes como los de su madre, que no dejaban escapar ni un detalle de lo que sucedía a su alrededor. Caminamos despacio hasta la plaza, donde el murmullo de la gente nos envolvía como un río incesante de voces.
Al subir al pequeño estrado, sentí el peso de muchas miradas sobre mí, pero fue el brillo en los ojos de Sofía lo que me dio valor. Mientras hablaba, con palabras que parecían cobrar vida al salir de mi boca, noté cómo ella me observaba, maravillada, intentando comprender lo que estaba ocurriendo. Cuando la gente empezó a aplaudir, Sofía se aferró a mi mano con fuerza, como si temiera que aquellos aplausos pudieran llevármela lejos.
Al bajar del estrado, ella, con la seriedad de quien aún no ha aprendido a fingir, me miró fijamente y preguntó:
—Papi, ¿por qué te dicen profesor Marcelo?
Sonreí y, mientras acariciaba su cabello alborotado por el viento, le respondí con la voz pausada que usaba cuando le contaba cuentos por las noches:
—Porque esa, hija mía, es mi tarea en esta vida.
Y mientras la luz del sol tímidamente se filtraba entre las montañas, me di cuenta de que, en su mundo de juegos y fantasías, acababa de abrirle la puerta a una pequeña verdad que un día comprendería por completo.