Para el año 2010, cuando los ecos de la revolución bolivariana resonaban en los cerros y avenidas de Caracas, Didier, un entrañable amigo francés que había sucumbido al embrujo de Venezuela y sus entrañas populares, me extendió una invitación imposible de rechazar. La idea de conocer aquella efervescencia social me llenaba de un vértigo indescriptible, pero el precio de esa aventura era alto: dejar por veinte días a mi pequeño hijo Camilo, que apenas había cumplido un año. Esa separación era un nudo que me apretaba el alma, pero el deseo de caminar por los senderos de aquella revolución era más fuerte que cualquier angustia.
lunes, 3 de febrero de 2025
Recordando el Camino por Caracas
Llegué a Caracas como quien entra en un cuento que no termina de entender, hospedado en el hogar cálido y generoso de la maestra Gloria y su familia, cuyas risas y palabras tejían un refugio para mi alma viajera. Los días se deslizaron con una ligereza asombrosa, como las páginas de un libro que uno lee con avidez. Allí conocí a decenas de rostros, cada uno cargado de historias que me interpelaban en lo más hondo. Entre los abrazos de los barrios populares, descubrí la vida pulsante de la Caracas bella y caótica.
Hubo noches en las que la espiritualidad juvenil llenó los espacios como un canto ancestral, y tardes en las que los poemas leídos y los discursos políticos se entrelazaban como corrientes de un río caudaloso. Recorrí playas que parecían salidas de un sueño, y aprendí, a fuerza de pasos tímidos y miradas curiosas, a navegar las calles de una ciudad que se desnudaba ante mí con todo su esplendor y su crudeza.
Pero de todo lo vivido, lo que Didier me enseñó marcó un antes y un después. Con sus saberes ancestrales y su mirada penetrante, me llevó a enfrentar los primeros gritos de mi cuerpo, aquellos dolores que, como advertencias urgentes, me llamaban a reconciliarme conmigo mismo. Fue en Caracas, entre risas, versos y banderas, donde entendí que cuidarme era un acto revolucionario tanto como aprender a caminar solitario por una ciudad que ya no me era extraña.
Para el día que me vayas canción de Marcelo Torres Cruz
Resume este texto La despedida y su espejo
He sabido que un hombre llamado Marcelo Torres compuso una canción titulada Cruz, como si en esa palabra estuviera cifrada la encrucijada de toda existencia. No me sorprende que otro conjunto, Son de Cali, haya elegido otra melodía para nombrar el día de la despedida. La música es el doble de la vida, y toda despedida lleva en sí la música de lo irremediable.
Si pudiera elegir mi propia despedida (si es que tal elección no es ya un laberinto del que nadie sale), quisiera que fuera como un libro que se cierra pero cuyas páginas persisten en la mente del lector. Un último café en un sitio cualquiera, una conversación sobre literatura que no busca resolver nada, la ilusión de que las palabras bastan. Y luego, como en un cuento que se pliega sobre sí mismo, el que se va y el que queda sin saber quién es quién.
Tal vez la despedida perfecta sea la que nunca ocurre del todo, la que deja su música en el aire y su sombra en la memoria.
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