jueves, 25 de diciembre de 2025

Sistematización de una experiencia de pedagogía urbana en la Jornada Nocturna del Colegio Nacional Andrés Bello (1997–2001)

 Sistematización de una experiencia de pedagogía urbana en la Jornada Nocturna del Colegio Nacional Andrés Bello (1997–2001)

El proceso fue dejando huellas que no siempre se ven, pero que se sienten, como las cicatrices que la ciudad imprime en quienes deciden caminarla con conciencia. Uno de los impactos más potentes fue la transformación de los propios estudiantes en sujetos de retorno y de servicio. Marcelo Torres Cruz, que alguna vez ocupó un pupitre de la Jornada Nocturna para terminar su bachillerato, regresó en 1998 no como alumno sino como educador, luego de su paso por los Misioneros Claretianos, cargando una mirada más amplia y una espiritualidad profundamente encarnada. Junto a él emergieron figuras como Andrés Forero, hoy educador del distrito, y Darío Carvajal, quien con el tiempo llegaría a ser provincial de los Misioneros Claretianos. La experiencia demostró que la educación nocturna no solo forma para sobrevivir, sino que puede gestar liderazgos que regresan al origen para acompañar a otros.

Este camino no habría sido posible sin el respaldo silencioso pero decisivo de algunas maestras del colegio. Entre ellas, la profesora Dora López se convirtió en un pilar fundamental del proceso. Desde su rol como gestora cultural, profesora de español y posteriormente coordinadora del Colegio Nacional Andrés Bello, abrió tiempos, espacios y confianzas para que la experiencia pudiera desarrollarse. Dora López entendió que la escuela también es territorio de creación, de riesgo y de palabra viva, y supo leer en aquellos estudiantes nocturnos un potencial que iba mucho más allá del currículo formal. Gracias a su apoyo, la poesía, la reflexión crítica y el pensamiento sensible encontraron un lugar legítimo dentro de la institución.

Otro impacto decisivo fue la apertura de un camino espiritual propio, llamado Abriendo Trochas, una espiritualidad urbana que no huye de la calle ni del conflicto, sino que los asume como lugar de formación humana. Allí se empezó a hablar, sin miedo y sin dogmas rígidos, de valores, de dignidad humana y de una educación que no fragmenta al sujeto, sino que lo reconoce en su complejidad. Esta propuesta tensionó la escuela tradicional y abrió preguntas incómodas, permitiendo que la formación se pensara más allá del aula, en diálogo con la vida real, con el cansancio del trabajador nocturno y con sus búsquedas interiores.

Finalmente, el proceso impactó en la proyección y articulación con otros saberes y territorios. Tres y hasta cuatro encuentros internacionales de pedagogía —entre ellos uno de poesía y dos centrados en educación— ampliaron el horizonte y conectaron la experiencia con otras apuestas alternativas. De allí surgió también la reflexión sobre el ecumenismo, entendida no como una mezcla superficial de credos, sino como una espiritualidad del cuidado: del otro, de la vida y de la naturaleza. En medio del ruido urbano, el proceso logró algo inusual: sembrar una conciencia colectiva donde educar era, ante todo, un acto ético y poético, una forma de resistir y de sanar la ciudad desde lo humano.



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