lunes, 3 de noviembre de 2025

Columna del día El poder biológico de aceptar lo vivido Por Marcelo Torres Cruz

 El poder biológico de aceptar lo vivido

Por Marcelo Torres Cruz
Director ejecutivo de la Corporación Laboratorios Pedagógicos de Familia
Hay un momento en la vida en que uno se cansa de huir. No del pasado, sino de las sombras que dejó dentro. Y es entonces, cuando el cuerpo —ese archivo silencioso— empieza a hablar. Lo hace con síntomas, con cansancio, con un nudo en la garganta que no se disuelve ni con los años ni con las terapias. Porque el cuerpo no olvida lo que la mente intenta enterrar.
La neurobiología lo ha dicho con precisión quirúrgica: cada emoción deja una huella en la carne. Antonio Damasio lo expresó sin rodeos: “El cuerpo es el teatro de las emociones.” Todo lo que negamos se representa ahí, en ese escenario invisible. Rechazar la propia historia es mantener al organismo en estado de alerta. La amígdala —esa centinela del miedo— no duerme. El cortisol se vuelve compañero de viaje. El sistema inmune, agotado, empieza a confundirse: ya no sabe si debe defendernos o rendirse. Vivir sin reconciliación interior es vivir en guerra bioquímica.
Candace Pert, pionera en entender que las emociones tienen moléculas, descubrió que nuestros pensamientos son materia viva. Que el resentimiento o la culpa son químicos circulando, modulando defensas, inflamando tejidos, condicionando la regeneración. “Las emociones son moléculas que fluyen por todo el cuerpo.” Qué frase tan simple y tan devastadora. El perdón, entonces, no es una consigna moral: es una alquimia celular.
Aceptar el lugar donde uno nació, los padres que tuvo, las heridas que lo marcaron, no es justificar nada. Es integrarlo. Boris Cyrulnik, ese psiquiatra que sobrevivió al horror de la guerra, lo dijo mejor que nadie: “La resiliencia comienza cuando dejamos de ser víctimas de nuestra historia y nos convertimos en narradores de ella.” Y al hacerlo, el cerebro se reconfigura: la amígdala se aquieta, el hipocampo reescribe recuerdos y la corteza prefrontal —la sede de la razón y la empatía— vuelve a dirigir la orquesta.
La doctora Esther Sternberg comprobó que la gratitud y la paz fortalecen el sistema inmunológico. No es poesía: son menos citoquinas inflamatorias, mejor respuesta ante virus y bacterias. Perdonar, literalmente, nos vuelve más fuertes. Bruce Lipton añadió una verdad aún más radical: “Las creencias actúan como interruptores que activan o desactivan los genes.” Aceptar nuestra historia puede cambiar la forma en que se expresa el ADN. Lo espiritual y lo biológico son, en el fondo, el mismo territorio.
Aceptar el propio origen no es resignarse: es liberarse. Es mirar hacia atrás sin rabia, sin necesidad de ajustar cuentas. Como diría Marian Rojas Estapé: “El pasado no se borra, pero se sana cuando dejamos de vivir desde la herida y comenzamos a vivir desde la comprensión.”
Y ahí está, quizá, el secreto de toda sanación: reconciliarse con la vida tal como fue. El alma se calma, el cerebro se reordena, el cuerpo respira distinto. Hay una biología del perdón, una ciencia de la aceptación.
Porque solo quien se reconcilia con su origen deja de repetir su dolor.
Solo quien acepta su historia puede escribir su destino.
Y como diría Cyrulnik, con esa sabiduría que nace del abismo:
“La herida deja de doler cuando se convierte en relato.”



No hay comentarios.:

Publicar un comentario